
Pero atengámonos a la etimología del término. Si bien en la Antigua Grecia jamás se utilizó la palabra pornografía, podemos afirmar que proviene del griego porné (prostituta) y grafía (descripción); es decir, “descripción de una prostituta”, o “descripción de quien, o lo que se prostituye”.
Dicho esto, aclaro que a mí la pornografía me gusta, y no me siento culpable de nada ni moralmente inferior a nadie. No es que me gusten todas sus variantes con sus correspondientes “filias”, pero en general me gusta. Después de todo se trata de personas que representan obtener placer con algo tan natural como el sexo, y para tal fin utilizan la imaginación y el cuerpo (y en algunas ocasiones algún que otro “juguete”). No veo nada que reprochar a una actividad siempre que no haga daño a nadie y en la que las partes implicadas acepten participar sin que las reglas les sean impuestas por la fuerza o bajo coacción.
A mí, lo que me parece moralmente inaceptable y realmente pornográfico, no es quien muestra su cuerpo y/o disfruta de él delante de una cámara, sino quien muestra sin ningún tipo de pudor delante de ella lo más íntimo de su ser: sus sentimientos. Y es que algunas cadenas de televisión, sobre todo las privadas, ofrecen programas en los que exhibicionistas pornográficos nos muestran sin rubor sus odios; sus mezquindades; sus miserias más íntimas.
A fin de cuentas, nuestro cuerpo nos lo dieron nuestros padres y nosotros tan sólo lo moldeamos algo con nuestros hábitos y con el paso de los años pero, como adultos, somos responsables de nuestras actitudes y nuestro comportamiento; también de nuestros sentimientos. Sin embargo, nuestra sociedad acepta como normal que una legión de obsesos desnude su alma delante de unas cámaras a cambio de dinero. Y hay quien se queja de que algunos programas de cierto contenido sexual se emiten en horario infantil. ¿No te jode?
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